
El hombre, ciego de alma y engreído
asesta a la cabeza con quijada,
esbirro de soberbia reiterada
que amarga al corazón languidecido.
La vida es prescindible del vencido
y al golpe prolifera carcajada,
con saña concluyó la mascarada
ahogando el estertor despavorido.
La muerte, el inocente la padece,
y un grito de piedad obnubilado
al cielo se dirige y le entristece
que nadie corresponda a su llamado.
Si hay dios omnipotente, le estremece
saberle en su indolencia apoltronado.
El Armador de Sonetos.
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